Las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada

jueves, 15 de noviembre de 2012

El barco


Se hallaba varada en la orilla del mar de una playa de arena blanca. Poca agua cubría su base y la madera de su casco envejecía mientras la quemaba un sol sin fuego.
Sus velas permanecían recogidas sin mas destino ni trabajo que el de permanecer en la conformidad de la rutina.
Un día como otro cualquiera llegaron a su playa unos poemas arrullados por cantos de sirena.
Sus letras poderosas y sin rostro declamaban al cielo y su aliento levantó una cálida y agradable brisa. La nave recordó esa sensación olvidada hacía tanto tiempo y se sintió turbada en su interior inesperadamente.
Los poemas flotaban alegres  y revoloteaban al rededor de la nave mecidas por las corrientes de aire.
Cada vez se elevaban más ante el entusiasmo que mostraba el barco en cada pensamiento expresado y los poemas empezaron a dejarse caer en forma de lluvia fina.  El xirimiri cubría la nave lentamente.  Las velas mojadas por los versos se resistían a  reconocer que no eran indiferentes e intentaban ignorarlos enrolladas y bien atadas por gruesos cabos  a los palos que sostenían los principios heredados. Pero no dejaba de llover letras y palabras de amor incesantemente,  empapando  las velas de tal forma que una a una fueron desplegándose.
Caían descontroladas desde el palo mayor a la cubierta.  La lluvia paró y los poemas danzaban sobre el blanco de las telas adueñándose de todo el espacio.
La danza compartida desprendía calor y un viento de Tramontana hinchó las velas con gran fuerza.
La nave ya embriagada por el sol, la lluvia y el viento levó el ancla y se dejó llevar donde los poemas le indicaban.  Sin timón, sin timonel, sin rumbo cierto les cedió el control y se dejó mecer en el azul del mar.
Las olas golpeaban con fuerza el casco de la nave y en cada marea su corazón marino se estremecía. Su madera crujía sumergida en amores como nunca  había sentido. Los poemas se habían apropiado de su destino y de su corazón.
Y así tras días, semanas y años el barco vivió de nuevo. Dejó atrás años de hastío  para volver a sentir la vida con intensidad.  Navegaba libre y enamorado soltando lastre.
En su larga travesía, los poemas le mostraron la calidez de los mares del sur, las galernas de los fríos mares del norte, las marejadas. Incluso un tsunami le sacudió  tan fuerte que hizo saltar las palabras de sus velas cayendo al mar y perdiéndose la magia en la violencia de la gran ola.
Conoció todos los estados del mar, a veces frío y enfurecido, otras cálido y amoroso, pero nada  era igual tras perder su dulce carga de poemas. El barco navegaba de nuevo sin un rumbo intentando sobreponerse a la pérdida y así siguió adelante, mientras recordaba constantemente todas aquellas frases hermosas que consiguieron hacerle volar sobre las olas del mar.
Al transcurrir el tiempo  divisó en el norte una costa abrupta y un puerto y se dirigió para reposar.  Allí respiró el aire frío en sus velas mientras su casco se calentaba con las hogueras de los marinos.  Le fascinaba el olor a la leña quemada con una mezcla de placer y de miedo a las llamas. Escuchaba la música de las guitarras en el puerto y del otro lado volvió a escuchar de nuevo los cantos de sirena, que hacía años atrajeron a los poemas perdidos en la galerna.
Algo nuevo para ella caía del cielo, tenía densidad, eran blancos copos de nieve  y en ellos reconoció las voces de los poemas perdidos, pero esta vez no alcanzaba a verlos, pues la nieve se confundía con el blanco de las velas.
La nave que nunca los olvidó los contemplaba feliz mientras planeaban sobre un fondo verde de bosque y azul del mar.
Allí, en su verdadero lugar, las palabras volvían a adquirir sentido. Se organizaban formando frases hermosas que penetraban en el castigado barco y en cada letra renacía.
Los poemas apresaron nuevamente el corazón de la nave  que clavó su ancla para siempre en un océano de poesías y de amor.
Al lado, sentado en el muelle, un hombre tocaba la guitarra, mientras recitaba poemas.

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