El poblado se presentaba apacible. Los habitantes se mantenían en concordia, tranquilos, confiados en la paz de sus hogares.
En el horizonte se divisaba el bosque bello y frondoso, con la niebla propia del amanecer.
Pero en la espesura, tras la primera columna de árboles, en silencio, se ocultaba la catapulta.
La catapulta se mantenía silenciosa impertérrita esperando el momento propicio para el ataque.
La cercanía de la Navidad hacía que las gentes se relajaran y así llegó el día.
La catapulta, escondida, siempre en la retaguardia , divisó muy de lejos el poblado, calibró la distancia y certeramente disparó la primera bola incendiaria. Era una bola de matojos muy secos y enorme.
La bola volaba a gran velocidad por los cielos calentándose más con la fricción del aire. Cayó en medio de la plaza. La bola se espachurró contra el tejado de una casa que se incendió rápidamente.
La bola y la casa se redujeron a cenizas y las casas de los alrededores empezaron también a arder. Los aldeanos corrían de un lado a otro con cubos de agua, pero el incendio se hacía de proporciones desmesuradas.
Mientras la catapulta que no se despeinaba ni un pelo de la cabeza, tras los árboles preparaba la siguiente carga. Esta vez era un matojo pequeño, de madera verde, casi daba pena arrancar aquellos arbustos tan tiernos para prenderle fuego y atacar a la gente del poblado, pero no lo dudó.
La catapulta tensó su cuerda y dirigió la trayectoria de la bola de troncos jóvenes que volaba ignorante por los cielos sin saber muy bien lo que estaba ocurriendo.
Mientras en el poblado prepararon sus flechas para repeler el ataque y defenderse.
A las puntas de sus flechas ataron sendos trapos empapados en aceite, les prendieron fuego y las lanzaron en dirección a la catapulta.
La flechas se abalanzaron sobre los árboles del bosque que empezaron a arder. Las llamas cada vez alcanzaban mas altura.
Y la catapulta siguió enviando mas bolas desde la espesura que la protegía. Era vieja y sabía como dirigir las estrategias. Enviar andanadas desde la lejanía y salir siempre sin un rasguño.
Los daños del poblado y del bosque eran innumerables.
Al otro lado del río se encontraba otro poblado, que como si de Suiza se tratara había decidido no tomar parte en batallas absurdas. Suiza intentó mediar con sus vecinos para que no entraran en guerras que les eran ajenas e intentar solucionar las diferencias sin daños colaterales. Pero la catapulta no tenía suficiente con quemar un poblado, decidió quemar todos los alrededores, así que disparó una carga dirigida a Suiza.
Lo que no sabía la catapulta es que Suiza que ya había sufrido varios de sus ataques a lo largo de la historia, había construido sus casas de piedra y no entraba en su juego.
Suiza ni se molestó en responder a los ataques de la cruel catapulta. Sus habitantes sintieron lástima por ver arder los jóvenes árboles del bosque, los jóvenes habitantes de la aldea vecina, la bola de arbustos viejos y la bola de arbustos verdes.
La catapulta digna como siempre, dejó su escondite, se volvió a su país, bien tranquila dejando incendios a su paso sin inmutarse si quiera, como hizo siempre.
El resultado de las maquinaciones de la prepotente catapulta fue una catástrofe. Los aldeanos quedaron maltrechos y jamás podrían volver a pasar tardes de solaz bajo los árboles del bosque. Los árboles quizás tardarían en crecer tantos años que jamás volverían a coincidir.
Los incendios hacen que tantas cosas sean irrecuperables....
No habrían Navidades felices ese año, ni los aldeanos volverían a poder celebrar sus fiestas de primavera bajo la sombra de los árboles del bosque.
Todo quedó destruido por la estupidez.
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